Nos acercamos a la académica y militante feminista Ailynn Torres Santana para conocer su criterio sobre el término “discursos de odio”, que es utilizado tanto por las personas lgbtiq+ como por los cristianos fundamentalistas para imputar los discursos unos de otros.
Creemos que la doctrina cristiana fundamentalista es básicamente un discurso de odio, más allá de las expresiones personales, creemos que estamos hablando de un sistema de creencias que en sí mismo resulta violento y genera violencia sobre nosotres…
Eso repetimos todo el tiempo pero, en realidad, ¿qué es un discurso de odio? ¿está bien llamarle “discurso de odio” cuando ellos hablan contantemente de amor? ¿es estratégico emplazarles desde esta posición que probablemente induzca menos al diálogo? ¿hay posibilidades de diálogo sobre la base de este discurso?
Lo primero es reconocer que estamos hablando de un campo complejo que involucra diferentes problemas, conceptos, actores, políticas. La parte no es reducible al todo.
No hay una definición consensuada sobre qué son los discursos de odio. La UNESCO estudió diversas definiciones e identificó que, en general, se refieren a “expresiones a favor de la incitación a hacer daño (particularmente a la discriminación, hostilidad o violencia) con base en la identificación de la víctima como perteneciente a determinado grupo social o demográfico. Puede incluir, entre otros, discursos que incitan, amenazan o motivan a cometer actos de violencia”.
Ese mismo análisis de la UNESCO consideró que también se incluyen como discursos de odio “las expresiones que alimentan un ambiente de prejuicio e intolerancia” y que, en tanto tales, pueden “incentivar la discriminación, hostilidad y ataques violentos dirigidos a ciertas personas”. Esas definiciones, no obstante, pueden ser demasiado generales y necesitan especificarse en cada contexto y para cada situación. Una ofensa no es un discurso de odio, una opinión crítica tampoco lo es. Para que lo sea, ese contenido –que es discursivo en sentido integral: una narrativa, una práctica, una relación, etc.–, debe incitar a la violencia y a la marginalización. Y sobre eso hay que tener mucho cuidado porque, en ocasiones, se llaman discursos de odio a cualquier discurso que disienta de la línea hegemónica o detentada por ciertos actores con poder.
Ahora, la discusión sobre los discursos de odio debe acompañarse de otras dimensiones, que permitan comprender de manera integral y compleja las formas y vías por las que se expanden en la actualidad los neoconservadurismos o fundamentalismos religiosos. Una de esas dimensiones, por ejemplo, es la del lugar de los afectos en la política, en general. Otra, es la forma en la que los discursos de odio cristalizan en políticas de odio.
Considerando esas dimensiones, podríamos analizar la presencia de discursos de odio en distintas formas de gestión de los conflictos sociales, aunque en efecto son una de las características de los fundamentalismos cristianos. Solo si comprendemos la política de odio como estrategia para gestionar disputas sociales podemos explicar, por ejemplo, que en ocasiones también se pongan en juego discursos de odio de parte de actores que son defensores de derechos; aunque en este último caso esos discursos no hagan parte, como para los primeros, de programas anti-derechos que promueven la discriminación, la exclusión.
En todo conflicto sociopolítico circulan afectos. Ellos muchas veces regulan, o al menos condicionan, parte de la política real; o bien se utilizan estratégicamente por parte de distintos grupos o personas para propiciar comportamientos, asegurar lealtades, legitimar sus programas. Entonces, los afectos se utilizan, de forma intencionada o de facto, como movilizador político. Hay incontables ejemplos históricos y contemporáneos sobre ello.
En la expansión de los fundamentalismos cristianos y de los neoconservadurismos, y en las disputas entre ellos y los grupos defensores de derechos, los afectos tienen un papel principal. Los neoconservadurismos, sobre todo los de base religiosa, han activado resortes afectivos muy potentes y, entre otras estrategias, han ampliado su feligresía despertando temor, rechazo, pánico a la agenda a favor de los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBIQ+.
Los neoconservadurismos han conformado, con éxito, un programa de “pánico moral” que a veces aparece conectado con la movilización del odio y que es funcional a su programa político más general. Entonces, el aparato de movilización afectiva integral que producen involucra al odio y lo combina con otros afectos. De hecho, se ha hablado mucho de los mensajes de “odio amoroso”. Ello se refiere a que los resortes de odio se ensamblan con los presentados como amor; por ejemplo: dicen que acogen amorosamente a las personas homosexuales pero producen odio a la homosexualidad; u odian a quienes plantean expandir los programas de educación sexual integral bajo el argumento de que aman a sus hijos o hijas.
Sus retóricas de odio, o de odio amoroso, se inscriben en un programa de “guerra espiritual”, desde donde despliegan su ciudadanía con una marca religiosa. Con eso último me refiero a que asumen que tienen el encargo de asegurar su verdad, basada en criterios de la moral religiosa, regule la forma y contenido de los derechos universales a toda la ciudadanía. Lo que quiero destacar es que se trata de operaciones político-afectivas complejas y en esos términos hay que analizarlas para poder contestarlas.
Por otra parte, y esto es aplicable a distintos grupos que disputan contenidos en la arena política, lo que llamamos “discursos de odio” clasifica al otro al que se dirigen. Clasifica a fundamentalistas o a feministas o a los liderazgos LGTBIQ+. Esas clasificaciones terminan expulsando a sujetos o grupos de algún “reino”, el de Dios, el de la nación, el de la moral. Entonces, al analizar los discursos de odio necesitamos considerar también que con ellos se clasifica a personas, sujetos, actores, y que esas clasificaciones, que son políticas, trascienden al discurso de odio propiamente.
Casi para terminar, diré que la doctrina cristiana fundamentalista está desplegando con fuerza discursos de odio, y que eso es contenido de su programa y estrategias, pero que no es solo un discurso de odio. O sea, la doctrina cristiana fundamentalista es más que su discurso. Es un programa político, en toda su extensión, que implica dimensiones relacionadas con la moral sexual, con los órdenes de la política institucional y estatal, con las formas de reproducción socio-económica de la vida, con la imaginación sobre la nación y el mundo.
Hace poco leí un texto de un intelectual argentino, Roberto Gargarella, que insistía en que el enfoque que se concentra solo en el odio –él se refería al odio político, no exactamente a los fundamentalismos– podía perderse dimensiones de la existencia real de los actores políticos en una sociedad determinada. En efecto, la discusión sobre los discursos de odio debería poder ensamblarse con otras que permitan ver la existencia de actores diversos, que ocupan lugares específicos en el mapa social, que tienen redes de influencia, dentro y fuera de las comunidades de fe, que cuentan con recursos sociales, económicos, espirituales. Todos esos son temas claves que es necesario atender, considerando lo discursivo pero no solamente lo discursivo.
Si tenemos en cuenta lo anterior, entonces este debate sobre cuáles son los discursos de odio nos permite pensar, construir, disputar programas –que involucran los mundos espirituales y de fe– de defensa de derechos. Eso implica a los afectos en relación inseparable con los intereses, las estrategias de influencia política, etc.
Para afirmar un programa de defensa de derechos es necesario preguntarnos también por qué han logrado ampliar tanto sus bases con esos discursos, programas y resortes. Los neoconservadurismos religiosos han llegado a donde no hemos llegado muchas veces los movimientos y actores feministas y LGTBIQ+, y donde tampoco el Estado cumple efectivamente, por las razones que sean, su rol de protección social, de redistribución, de garante de la vida.
Los neoconservadurismos religiosos están en los territorios, tejen redes de apoyo material y espiritual, construyen comunidad, y resuelven necesidades tanto prácticas como estratégicas de las personas. En contextos de escasez y crisis, ello es más importante aún. Todo eso está relacionado con los financiamientos que reciben, pero no solo con eso. El argumento de que todo se explica por los financiamientos es frágil, engañoso, reduccionista. Hay que tener en cuenta cuáles son las necesidades espirituales, sociales y prácticas, que se están resolviendo vía las comunidades de fe neoconservadoras y que se ensamblan estratégicamente con la movilización de los afectos, incluido el odio.
Frente a ese escenario, complejo, no es operativo ni justo producir clasificaciones arbitrarias o infructíferas (ignorantes, odiadores, mercenarios, etc.). Lo que necesitamos es producir análisis informados y formas democráticas de la política. Y es ese, en mi consideración, el camino que puede abrir diálogos.
Este texto fue inicialmente publicado en Q de Cuir: https://medium.com/q-de-cuir/sobre-discursos-de-odio-y-neoconservadurismos-religiosos-qdecuir-98fbfccaf2c4