“Yo aborté”, así comenzaba un texto que escribí hace dos años. De esa fecha al presente, mucho ha cambiado en el debate público cubano sobre el tema.
Aborté un 8 de septiembre, día de la Virgen de la Caridad del Cobre. Aborté en un hospital público. Estábamos en la sala de espera mujeres que terminaríamos con el embarazo y mujeres que lo continuarían. Había un televisor que transmitía la misa a la Patrona de Cuba. Algunas podíamos, incluso, sentirnos acompañadas por Cachita. No había ningún rosario en nuestros ovarios, como clama la consigna feminista que recorre las calles de América Latina en las marchas en las que, también cada septiembre, las mujeres pedimos legalizar la interrupción voluntaria de los embarazos. Más del 97 % de las latinoamericanas viven en países donde las leyes al respecto son altamente restrictivas.
Aquel 8 de septiembre no tuve ningún miedo adicional al que suponía el riesgo del procedimiento médico. No temí por las demás que estaban allí, por las que iban a parir ni por las que iban a abortar porque lo querían o lo necesitaban. No tuve preocupación por que aquello traicionara nada ni a nadie, o dejara alguna marca moral en mí o en las otras. Sentí que abortar era mi necesidad y mi derecho. Y lo era. Ejercí ese derecho y encontré garantías para ello. No lo hubiese podido hacer en casi ningún otro país de América Latina porque en la mayoría de ellos el aborto continúa penalizado, injustamente restringido a causales mínimas, o reservado al privilegio de clase: solo quienes pueden pagarlo tienen acceso al procedimiento (ilegal); quienes no, muchas veces se desangran, quedan enfermas, estériles o mueren.
El mismo 2018 en Cuba empezaba a ser visible, por su alcance, un nuevo actor político muy parecido a los que recorren todos los rincones del planeta: neoconservadurismos antiderechos, fundamentalmente religiosos, pero no solo religiosos. En ese momento y en el contexto del debate de la nueva Constitución de la República, ellos frenaron, al menos temporalmente, la posibilidad de matrimonio igualitario, al pedir conservar el diseño original de la familia. Poco después, empezaron a tematizar la cuestión del aborto.
LA INTERRUPCIÓN DE LOS EMBARAZOS
Para cuando instituciones religiosas antiderechos publicaron el primer libro en el cual arremetían contra el aborto, sus argumentos estaban en los corazones y las cabezas de madres y padres de familia, adolescentes, y también médicas y médicos, personal de Salud, maestras, muchas personas. Hace unos días temblé cuando una amiga me contó que había escuchado a profesoras universitarias de distintos lugares del país decir, con firmeza, que el aborto es homicidio. Hoy, cualquiera puede encontrarse a la vuelta de muchas esquinas con personas que defienden a voz en cuello que el aborto es pecado, asesinato, que el aborto es inadmisible. Esos enfoques son parte de nuestra realidad y son un problema para los derechos en general y para los derechos sexuales y reproductivos en específico.
En Cuba, los indicadores de salud sexual y reproductiva son buenos y mejores que los promedios regionales y globales. Por ejemplo, la cobertura anticoncepcional entre mujeres en edad reproductiva (15-49 años) fue de 76,8 % en 2019. Esa cifra es superior al promedio mundial de 63 % y a la de muchos países de la región. La mortalidad materno-infantil es, por su parte, muy baja.
Específicamente, respecto a las interrupciones voluntarias de los embarazos, en América Latina solo en Cuba, Guyana, Guyana Francesa, Puerto Rico y Uruguay están permitidas sin restricción. En nuestro país, el aborto ha estado disponible gratuitamente para mujeres adultas y adolescentes. El derecho no está inscrito en una ley; está institucionalizado en guías metodológicas del Ministerio de Salud Pública y se atiende como un asunto de salud.
Las tasas de aborto cubanas son similares a las de los países de ingresos altos. En 2019, la tasa nacional fue de 27 por cada 1.000 mujeres de 12 a 49 años. Esa cifra fue menor que las que tenía el país en la década de 1980, pero mayor que la de comienzos de los 2000. América Latina, por el contrario, tiene la tasa de aborto más alta del mundo: aproximadamente 44 por cada 1.000 mujeres. La gran mayoría de ellos se realizan en condiciones de alta inseguridad.
Cuando se enfoca la mirada en las adolescentes cubanas, los indicadores cambian. Sus derechos y su salud sexual y reproductiva enfrentan mayores desafíos.
ADOLESCENCIAS, ABORTO Y SEXUALIDAD
Un año después del debate constitucional, en 2019, se publicaron dos investigaciones sobre la salud sexual y reproductiva de las adolescentes en Cuba. Ambos estudios se preguntaron por asuntos relacionados con el aborto y la fecundidad adolescentes, analizaron estadísticas nacionales y provinciales (principalmente de Granma, Matanzas y Mayabeque) e hicieron análisis cualitativos de comunidades específicas. Uno de ellos lo realizó el Centro de Estudios Demográficos (Cedem), de la Universidad de La Habana. El otro fue un trabajo conjunto del Overseas Development Institute –(ODI), de Londres, y el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo –(CCRD), Cárdenas, Cuba. Muchos de los resultados son convergentes y hablan de problemas clave que hoy, en 2020, se están discutiendo con más audiencia y presentan más desafíos.
La investigación realizada desde el Cedem muestra que tradicionalmente entre las mujeres de 15 a 19 años hay más interrupciones de embarazos que nacimientos. Desde 1990 las tasas de aborto para ese grupo de edad comenzaron a descender en el país. Pero a partir de 2007 han tenido un nuevo ascenso, sin alcanzar las cifras de décadas anteriores.
La conclusión es que la interrupción de los embarazos se utiliza como método anticonceptivo. Y eso es un problema porque cualquier procedimiento con ese fin, así sea el más simple (píldora del día después o regulaciones menstruales), supone riesgos de salud física y psicológica. Si el número elevado de abortos en la adolescencia es un problema, otro, más grave acaso, es el de la alta fecundidad en esas edades. Cuba tiene una tasa de fecundidad general de 42,5 nacidos vivos por 1.000 mujeres de 15 a 49 años, pero en la adolescencia (de 15 a 19 años) esa cifra aumenta a 52,3. La cifra es aún más alta en zonas rurales, entre quienes tienen menor nivel de educación, y en determinadas zonas geográficas, en particular, la región oriental.
Está demostrado que el embarazo en la adolescencia supone otras complicaciones y plantea barreras para el curso de la vida de las madres. Respecto a Cuba, especialistas lo han calificado como un “problema social que genera desigualdad e inequidad en este grupo poblacional”, y que disminuye las oportunidades sociales y económicas para las adolescentes.
El embarazo en la adolescencia no es un problema solo en Cuba, lo es en todo el mundo y en toda la región latinoamericana. Las tasas cubanas, de hecho, ni siquiera son las más altas. Datos comparativos de Naciones Unidas muestran que, si miramos solo América Latina y el Caribe, tienen tasas más altas que Cuba países como Argentina, Bolivia, Brasil, Cabo Verde, Colombia, República Dominicana, Ecuador, casi todos los de Centroamérica, Paraguay, Venezuela y Uruguay. Por su parte, tienen tasas inferiores o similares a las cubanas, por ejemplo, Chile, Bahamas, Barbados, Costa Rica.
El embarazo adolescente, entonces, es un problema de amplia escala que ha sido reconocido en instancias internacionales, nacionales y por organizaciones sociales de todos los países. Se reconoció en Cuba como uno de los tres principales desafíos en el Informe Nacional sobre el Avance en la Aplicación de la Estrategia de Montevideo para la Implementación de la Agenda Regional de Género en el marco del Desarrollo Sostenible hacia 2030.
Un análisis más enfocado y contextualizado es el que resulta de la comparación de los países que tienen tasas más bajas de natalidad, y ponemos sus cifras al respecto en relación con las de embarazo adolescente. En 2018, Cuba tuvo la tasa de natalidad más baja de la región (10,4 por cada 1.000 habitantes*); la siguieron Barbados (10,65), Chile (12,43) y Uruguay (13,86). Si comparamos estos números con las tasas de natalidad para adolescentes usando la mencionada fuente de Naciones Unidas, el resultado es que la diferencia entre unas y otras es menor en Barbados y Chile y mayor en Cuba y Uruguay.
De lo anterior se pueden sacar dos conclusiones. Primero, que en todos los países con bajos índices de natalidad en la región hay una brecha importante entre las tasas de natalidad globales y las específicas de la adolescencia. En segundo lugar, que para Cuba y Uruguay esa brecha es considerable y mayor que la de los otros dos países con más baja natalidad de América Latina y el Caribe.
¿QUIÉN DECIDE, QUÉ GARANTÍAS SE TIENEN Y QUÉ BARRERAS SE AFRONTAN?
En Cuba prima, en el sentido común colectivo, el principio de que las mujeres decidimos sobre nuestro propio cuerpo y nuestra maternidad. La investigación de ODI/CCRD mostró que las adolescentes y jóvenes continúan afirmando que son las mujeres quienes tienen el mayor peso en la decisión de continuar o interrumpir un embarazo; aunque pueden intervenir en ello otras personas, sobre todo de la familia de ellas.
La política universal y gratuita respecto a las interrupciones voluntarias de los embarazos existe y es muy potente. Eso hace de Cuba una de las excepciones, para bien, en el panorama latinoamericano. A la vez, existen desafíos importantes.
Uno de ellos, constatados por las dos investigaciones mencionadas, es la dificultad en el acceso a los servicios de interrupción de los embarazos cuando se vive en zonas periféricas o alejadas de las cabeceras provinciales o municipales.
Otro, mencionado en uno de los estudios, es que frente a la alta demanda y la escasez de recursos, en ocasiones pueden existir transacciones monetarias informales al interior del sistema de Salud; aunque, por norma el procedimiento se debe hacer de forma gratuita a todas las mujeres que lo deseen si no hay impedimento médico. Se suma otro asunto: en ambos estudios hubo adolescentes y jóvenes que afirmaron que no abortarían porque eso era “matar a alguien”, o que el aborto estaba mal y nunca lo considerarían, no por el riesgo para su salud, sino debido a argumentos directamente morales y religiosos.
A la vez, al menos en una de las investigaciones, madres religiosas que no apoyan el aborto contaron que habían acompañado a sus hijas a hacerse alguno. El sentido común del amor justo puede ser más lúcido que cualquier doctrina. Ningún actor, problema, proceso, es de una sola pieza. Hay que afrontar la tensión, los pliegues, para poder captar lo que está en conflicto.
LO QUE SE DISPUTA Y EL BLINDAJE NECESARIO DE NUESTROS DERECHOS
La nueva Constitución cubana (2019) formuló un principio protector importante:
“El Estado propicia el desarrollo integral de las mujeres y su plena participación social. Asegura el ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos, las protege de la violencia de género en cualquiera de sus manifestaciones y espacios, y crea los mecanismos institucionales y legales para ello”. (Artículo 43)
Por sus dos contenidos —defensa de derechos sexuales y reproductivos y compromiso con la luchas contra violencia de género—, ese artículo fue la buena nueva de la carta magna respecto a problemas que atañen específicamente, o de forma agravada, a las mujeres.
Conocemos los límites de las constituciones si no se realizan sus contenidos en leyes, programas y políticas. Pero conocemos también la importancia de que un derecho se refrende constitucionalmente. El artículo 43 fue un paso acertadísimo.
Sobre el aborto, la polémica es cada vez más audible. Los neoconservadurismos religiosos lo enuncian con más sistematicidad y desparpajo. Los no religiosos, o que no se presentan como tales aunque lo sean, muestran más sus dudas sobre el derecho a interrumpir los embarazos y lo camuflan con argumentos de todo tipo: que es un error porque reproduce la baja natalidad en el país; se usa como método anticonceptivo o cualquier otra razón, todas improcedentes para el derecho.
Cuando hablamos de aborto, lo que está en juego no son las creencias religiosas de personas concretas, el futuro de la mano de obra de la nación ni ninguna otra cosa. Cuando hablamos de aborto, estamos hablando del derecho de las mujeres sobre nuestro cuerpo, sobre nuestros presente y futuro.
El problema no es que alguien no quiera abortar. Cada mujer está en su derecho de hacerlo o no. De hacerlo queriéndolo o necesitándolo. O de no hacerlo por las razones que sea. El problema es que, queriéndolo, no pueda porque alguien o algo (otras personas, instituciones, comunidades) se lo impidan.
Entonces, son dos cosas las que se disputan: los sentidos políticos de la justicia y la libertad sobre el propio cuerpo, y la garantía institucional y normativa de que la interrupción voluntaria de los embarazos continúe siendo una realidad, pase lo que pase con la correlación de fuerzas políticas.
La solución a los altos índices de aborto y embarazo adolescentes pasa, única y exclusivamente, por más y mejor educación sexual a niños, niñas y adolescentes, a las familias, a toda la sociedad, no por ningún otro canal.
En las últimas semanas en América Latina ha habido un debate intenso sobre el aborto en el cual están participando, faltaba más, actores religiosos antiderechos.
En Brasil, donde es legal el aborto solo en casos de violación, cuando la vida de la madre corre peligro o el feto es anencefálico, un tribunal autorizó la interrupción de su embarazo a una niña de diez años, quien fue violada por su tío. Grupos religiosos antiderechos se movilizaron contra el dictamen de la justicia e incluso se reunieron frente al hospital para evitar que a la niña violada le fuera practicado el procedimiento.
En ese mismo país, el pasado 28 de agosto se publicó una resolución en el Diario Oficial en el cual se afirma que el personal médico debe “informar [a las embarazadas que recurren al aborto legal] acerca de la posibilidad de visualización del feto o embrión por medio de la ultrasonografía”. La norma autoriza, claramente, una práctica coercitiva en las instituciones de Salud para intentar impedir la interrupción voluntaria del embarazo.
En Ecuador, donde también el aborto está restringido a causales mínimas, la Asamblea Nacional aprobó un nuevo código de Salud que, entre otros contenidos, prohíbe postergar la atención de la Salud de emergencia, por cualquier motivo, incluida la objeción de conciencia. El código también reafirma la obligación de los profesionales de la Salud de respetar la confidencialidad médica, incluso en casos de emergencia obstétrica, como la de un aborto realizado fuera de las instituciones médicas. El hecho ha despertado la furia de actores evangélicos y católicos, que presionan para que el presidente vete el código y anuncian manifestaciones pandemónicas.
En Cuba, la telenovela de factura nacional El rostro de los días ha despertado debates sobre el aborto y, en general, sobre los derechos sexuales y reproductivos. En estos debates están presentes argumentos de matriz religiosa directamente antiderechos. Ese problema lo tenemos en casa. Que nadie dude que, por ejemplo, puedan comenzar a agendar muy pronto, de forma declarada o sin declarar, la objeción de conciencia del personal de Salud para no realizar abortos.
El artículo 43 de la Constitución enuncia el derecho, pero es necesario blindarlo ante las posibles intromisiones que tienen cada vez más audiencia y pulso. Para ello hay dos caminos claros, ciertos, factibles.
Uno, mejorar aceleradamente los programas de educación sexual en sus dos plazas principales: las instituciones escolares y los medios de comunicación. En Cuba existe el Programa de Educación Integral de la Sexualidad que tiene alcance en todo el país y es evidente, también, que necesita fortalecerse, actualizarse, mejorarse, tener resultados más claros y favorables. Eso ayudará a contener la cristalización aún más persistente de normas sociales que limiten la libertad primera: sobre el propio cuerpo. Ese camino está siendo fuertemente contendido por los neoconservadurismos religiosos. En días pasados, por ejemplo, arremetieron en las redes sociales contra contenidos educativos socializados desde el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex). El cariz de ese programa es idéntico al de la marea global antiderechos.
Dos, incluir el derecho a la interrupción voluntaria de los embarazos en la próxima ley de Salud Pública que está concebida en el cronograma legislativo aprobado en diciembre pasado. Darle rango de ley podría contribuir también, no sin otras acciones institucionales, a impedir la mercantilización corrupta de los servicios de aborto en los casos en que pueda haberla, y a ampliar su cobertura a aquellos territorios donde está siendo de más difícil acceso. Pero, sobre todo, incluir contenidos sobre la interrupción de los embarazos en la ley de Salud Pública protegería el derecho ante posibles intervenciones formales o informales que pujen por retrocesos.
Esta discusión está instalada y se despliega por todos los rincones del país. Los neoconservadurismos de distinta casta son un personaje sentado a la mesa indeseable donde se conversa sobre los cuerpos de las mujeres. Hay clarísima evidencia de ello.
Yo aborté, un día de septiembre. No quiero que vuelva a pasar, no quepa duda. Pero si lo volviera a necesitar, lo volvería a hacer, bajo el manto de un sistema de Salud Pública universal y gratuito y de la patrona de Cuba. Sin rosarios en mis ovarios ni doctrinas en mi vagina.
* En 2019 la tasa de natalidad cubana fue aún inferior: 9,8 por cada 1.000 habitantes.
Este texto fue publicado en El Toque: https://eltoque.com/sin-rosarios-en-nuestros-ovarios-derecho-al-aborto-y-educacion-sexual-en-cuba/