¿Quién es ella? ¿Quién ha sido? ¿Quién va a ser? ¿Quién queremos que sea? ¿Quién dejaremos que sea? ¿Quién querrá ser?
Al calor de las elecciones cubanas del pasado abril, un tema nuevo adquirió interés público: Lis Cuesta Peraza y Miguel Díaz-Canel, actual presidente de Cuba, aparecen juntos en los medios. Van de la mano. En el Noticiero Nacional de Televisión se le nombra a ella “primera dama”, al reportar la visita a Cuba del presidente venezolano Nicolás Maduro y de la “primera combatiente” de ese país, a pocas horas de ser electo el nuevo presidente.
Lis lleva vestido negro y azul. Lis tiene un tatuaje en la espalda. Lis se graduó de la Universidad de Holguín de una carrera pedagógica. Lis trabajó en el Instituto Cubano del Libro. Lis tuvo un divorcio antes de ser pareja de Díaz-Canel. Lis es el segundo matrimonio de él también. A Lis se le había visto antes en visitas oficiales, cuando su esposo era primer vicepresidente. Lis dirige el Departamento de Servicios Académicos de la agencia estatal Paradiso, del Ministerio de Cultura. Lis es primera dama. Lis no es primera dama. Lis no puede ser primera dama. La Cuba post 1959 nunca tuvo primera dama. La Constitución cubana no reconoce la figura de primera dama. No importa, tenemos primera dama. ¿O no?
El tema renació cuando la esposa del presidente cubano lo acompañó en su primera visita oficial, a Venezuela. La prensa cubana no la identificó cuando reportó el evento, aunque ella apareciera en todas las fotos y videos. Medios extranjeros afirman que “la prensa oficial cubana no sabe cómo nombrar a la primera dama”.
¿Cómo debemos llamar en Cuba a la mujer que acompaña al Presidente? Más allá de la etiqueta, quizás lo más importante sea preguntar: ¿Tiene Lis Cuesta funciones políticas en su calidad de esposa del presidente, aunque ello no esté declarado? ¿O “solo” encarna y sostiene el “aire de familia” que humaniza su gestión?
Desde hace casi seis décadas Cuba no tiene primera dama. Por ello, la presencia de una mujer que acompaña públicamente al Jefe de Estado es una situación inédita. Se ha dicho que el rol lo han ocupado, de facto, Celia Sánchez, Vilma Espín o Mariela Castro. Sin embargo, ninguna de ellas reclamó para sí el título de primera dama, ni ejerció como tal. De hecho, algunas lo rechazaron explícitamente. Lis tampoco lo ha refrendado públicamente como valor ni como aspiración.
En el pasado el rol de primera dama nunca se extrañó ni se requirió desde ningún lugar de la poliscubana. Ni la ciudadanía ni el poder político hicieron de eso un tema importante, más allá de la declaración tácita de que era una rémora de tiempos pasados, anacrónica con el empeño revolucionario. La presencia o ausencia de las mujeres en los espacios del poder político se discutió en otros términos.
Mujeres presentes en cantidad suficiente o insuficiente en los órganos de representación política, en las escuelas y universidades, o en el mercado laboral remunerado. Mujeres directivas o mujeres dirigidas. Mujeres vivas después de la maternidad. Y así. Para reconocer la necesidad de presencia real o simbólica de las mujeres en el cuerpo político dirigente, nunca se apeló a la primera dama ausente.
Sí se especuló sobre la vida privada del liderazgo político (no solo de Fidel Castro), y se notó la ausencia de familia y pareja de sus integrantes. Pero ese es otro asunto. A la primera dama, como figura pública y política, no la extrañamos, no estuvo invitada al concierto social de los últimos sesenta años.
Ahora reaparece tímidamente el término en el espacio público, como una consecuencia inesperada del nuevo ciclo post-electoral. Para algunos, es un indicio de los cambios palpables y por venir. Miguel Díaz-Canel ha declarado que quiere ganar presencia en la vida cotidiana del país y hasta ahora lo está cumpliendo. Estuvo de cuerpo presente a propósito del catastrófico accidente aéreo que cobró la vida de más de un centenar de personas. También se presenció al momento de las fuertes lluvias que azotaron al país durante mayo.
Que el lugar social de Cuesta Peraza active polémicas no es exclusivo del patio cubano. Cilia Flores, abogada, diputada de la Asamblea Nacional de Venezuela y esposa de Nicolás Maduro, rechazó la fórmula de primera dama y pidió llamarse “primera combatiente”. Lo hizo como gesto político, está claro. El cargo de primera dama encarna una lógica social de la que le interesaba desmarcarse. Cilia Flores eligió no vestir, al menos, la etiqueta.
En Estados Unidos Jaqueline Kennedy fue, probablemente, una de las primeras damas más publicitadas. Y Bárbara Bush una de las más polémicas. Esposa y madre de presidentes, la Sra. Bush propició controversia entre las feministas y colectivos de mujeres estadounidenses. Había dejado la universidad para casarse y, para algunos, más que primera dama interpretó el alter egode su esposo.
Bárbara Bush coordinó las obras sociales que no promovió el Presidente, trabajó para defender los “valores familiares” y dar imagen de abuela entrañable. Ello le mereció un personaje en Los Simpsons: una abuela adorable que humaniza al chinchoso de su marido. “Quiero que la gente vea la calidez de George y el amor de la familia”, dijo.
Cuando la confrontaron por encarnar un modelo de mujer demasiado tradicional, que había coartado su vida propia por la de Bush padre, se suscitó una polémica aún vigente: ¿Una mujer debe definirse por su carrera, o por la búsqueda de “satisfactores diferentes” en lugares diversos? Si es lo último, uno de esos lugares podría encontrarse en ser “la esposa del presidente”. Bárbara Bush quiso ser primera dama. Ese era su trabajo.
En Estados Unidos, y otros muchos países, la primera dama es un cargo político; cuenta con presupuesto estatal, funciones normadas, rutinas establecidas y un cúmulo voraz de expectativas sobre quien lo ocupe. Algunas salen más airosas, como Michelle Obama; otras la tienen más difícil, como Melania Trump.
Melania ha sido diana de los medios desde el primer día. Prominentes diseñadores de ropa se negaron inicialmente a vestirla para mostrar desacuerdo con que Donald Trump ganara las elecciones presidenciales. Cada prenda de ropa que lleva es casi desgarrada de su cuerpo por los comentarios habitualmente mordaces. Su pasado como modelo ha sido explotado hasta el infinito para desacreditarla. Melania, incluso, ha pedido que dejen de hablar de su ropa. Otros han especulado que a través de ella la primera dama está enviando mensajes políticos. El apego o desapego de Melania Trump al puesto de primera dama se ha cuestionado innumerables veces, aunque ella no se ha pronunciado al respecto.
Que no haya primera dama no siempre indica que se ha impedido a alguien que lo sea. Pueden existir otras razones y otros formatos. Julie Gayet, compañera del ex presidente francés François Hollande, decidió rechazar el rol de primera dama y todo lo que ello suponía. Vivían en un departamento privado alejado del centro de la actividad política de Hollande. Al respecto Julie dijo: “Se elige (para presidente) a una persona, no a una pareja. La función de primera dama es sexista. Es un trabajo que te obliga a dejar el tuyo. Y además no te pagan”.
Gayet decidió no asistir nunca a ceremonias o comidas oficiales. Acordaron no formalizar su unión aun en el clima de incomprensión que ello generó. Cada miembro de la pareja dio curso de sus propias elecciones profesionales, evitando restricciones. Para ella, su carrera como actriz y productora de cine fue el centro de atención. También continuó con su militancia feminista. Así sorteó los cinco años que debió estar cerca del Elíseo. Se volvieron expertos en esquivar preguntas alusivas a sus vidas personales.
Julie Gayet eligió no ser primera dama aunque estaba en el centro de la mirada pública. Al hacerlo, comunicó un específico modelo de mujer.
Gauthier Destenay, un arquitecto y esposo del primer ministro de Luxemburgo, despertó otro tipo de reyertas. Siendo el primer hombre que ocupa el cargo de “primera dama” (para él “primer caballero”), llevó a un límite diferente el contenido tradicionalista que contiene el rol. En su caso, también es un gesto político: el que demanda reconocimiento de identidades y orientaciones sexuales diversas. Ahora, Gauthier Destenay ejerce un derecho.
Siempre el lugar de primera dama ha sido controversial. Quizás hoy lo es más. Mientras los movimientos feministas se relanzan, el rol específico de mujeres-esposas de presidentes y políticos también se examina con animosa crítica.
Para el caso cubano, será uno de los puntos del nuevo pacto social que se está forjando –se declare o no– después de las últimas elecciones.
No será contenido de primer orden de la reforma, pero sí comunicará una forma de hacer política. Ya el asunto está en el ruedo de la opinión pública y cualquier gesto notificará elecciones al respecto.
¿Cuál es el margen de Lis Cuesta para decidir si quiere, o no, ser primera dama y para pronunciarse al respecto? ¿Podrán acompañarse el nuevo Presidente y Lis Cuesta sin que ella sea, propiamente, primera dama de Cuba? ¿Será posible que ella acompañe al Presidente sin que sea su acompañante? Si lo es, ¿podrá y / o querrá cambiar el código al que remite el rol de primera dama? ¿Podrá mantenerse la etiqueta y vaciarse de contenido? ¿Habrá posibilidad para que ella continúe su carrera profesional? ¿O el acompañamiento a su esposo será su ruta principal los próximos años teniendo en cuenta que, en algún momento, es probable que las dos actividades sean excluyentes? ¿Le dirá algo Lis Cuesta a las mujeres cubanas, a sus necesidades? ¿La prensa planteará la cuestión o continuará sorteándola como puede, hasta recibir orientaciones claras desde arriba, del poder político?
Mientras, pensemos, ¿de verdad nos hace falta una primera dama? ¿No podríamos, más bien, aprovechar su larga ausencia para continuar pensando en otras claves políticas los lugares de las mujeres?
Este texto fue publicado en OnCuba en la columna Sin Filtro: https://oncubanews.com/opinion/columnas/sin-filtro/primera-dama/