Las últimas semanas han traído al primer plano de la opinión pública cubana dos hechos de extrema violencia: los asesinatos de una mujer joven y de un niño de diez años. Ambos sucesos, independientes entre sí, ocurrieron en la provincia de Villa Clara.
Al menor lo asesinó su padre, quien tiene un historial de violencia ejercida contra la madre del niño (incluida agresión física e intento de asesinato) y le había asegurado a ella que no vería otra vez a su hijo con vida.
El nombre de Leydi Laura García Lugo, ensancha una lista de mujeres con el mismo destino. En 2018, medios de comunicación oficiales dieron seguimiento al homicidio de Leidy Maura Pacheco Mur, en Cienfuegos. Por primera vez se dio cobertura formal a un asesinato (previo secuestro y violación) de una mujer. El hecho conmocionó la provincia y el país.
Medios de comunicación alternativos y denuncias de la ciudadanía se han registrado en otros casos: Misleydis González García (Ciego de Ávila, 2018); Daylín Najarro Causse y Tomasa Causse Fabat (Cienfuegos, 2018); Delia Hecheverría Blanc (Santiago de Cuba, 2017, cuya hija también fue agredida y hospitalizada); una mujer 18 años en el municipio de Florida (Camagüey, 2017), otra en San Miguel del Padrón (La Habana, 2018); y aún otra en Regla (La Habana, 2018). Sólo en Cárdenas (municipio de Matanzas), en 2018 fueron asesinadas cuatro mujeres, y en 2017 hay registro de otra: Taimara Gómez Macías.
La lista puede aumentar hasta 130 nombres contabilizando sólo el 2018. Ese es el número de mujeres que, según el anuario estadístico de salud cubano, murieron a causa de “agresiones” ese año. Una cada 2,8 días. En 2017 fueron 120. En 2016 fueron 139. Y en 2015, 156. Si 2019 se comportara igual, es probable que antes de que pasen 72 horas de publicarse este texto, un nuevo nombre engrose la cifra.
De esos inventarios no sabemos más. No sabemos qué tipo de “agresiones” les causaron la muerte ni si quienes las agredieron fueron personas conocidas, como es usual según los análisis de otros contextos. No sabemos tampoco las circunstancias en las que sucedieron los asesinatos, o si hay más prevalencia en mujeres racializadas, jóvenes, de zonas urbanas o rurales, de territorios empobrecidos, o si nada de eso importa. No hay datos al respecto.
Pero hay cosas que sí sabemos. Sabemos que, en todos los casos concretos que mencioné antes (exceptuando el de Leydi Laura, sobre el cual aún no se tiene información), los asesinos fueron hombres. Sabemos que, en una parte de ellos, eran hombres conocidos por las víctimas (incluyendo parejas o exparejas) y que en varios de los casos medió abuso y/o violencia sexual. Podemos decir, con certeza, que todos los hechos directos que mencioné, incluyendo el asesinato del menor en Villa Clara, fueron resultado de violencia de género. Y eso significa algo específico, que no es baladí si queremos entender por qué sucede, cómo sucede, y cómo hacerle frente.
Violencia de género
Violencia de género es cualquier acto perjudicial, incurrido en contra de la voluntad de una persona, que está basado en su pertenencia sexo-genérica. No se trata de cualquier tipo de violencia, sino de aquella que se ejerce contra alguien por ser quien es, en referencia a su género/sexo. Las víctimas de violencia de género son mujeres (en toda su diversidad de orientaciones e identidades sexuales).
Lo anterior no quiere decir que los hombres no sean objeto de violencia, lo que quiere decir es que no son víctimas de violencia de género. La violencia ejercida contra los hombres no es de género porque ella no responde a una estructura de poder social donde los hombres, por serlo, ocupen posiciones subordinadas.
La violencia de género se ampara en los órdenes de desigualdad que inferiorizan a las mujeres y que determinan que más mujeres que hombres estén fuera de los mercados de trabajo, tengan menos salarios e ingresos, tengan más sobrecarga de trabajo de cuidados y menos autonomía, sean más víctimas de agresiones sexuales, tengan más posibilidad de entrar y permanecer en la pobreza y más dificultad de salir de las crisis, por ejemplo. Lo anterior no es una hipótesis. Está verificado.
La antropóloga feminista Rita Segato ha defendido que el crimen de género no es “instrumental”, no se hace para lograr algo; es “expresivo”, se hace para comunicar algo: la capacidad de dominio y control de la posición masculina sobre las mujeres, o sobre los cuerpos feminizados. Los crímenes de género expresan “dueñidad”.
Pero la violencia de género no solo se verifica con la muerte; también existe en la forma de violencia patrimonial, física, sexual, psicológica, etcétera.
Según ONU mujeres, el 35 por ciento de las mujeres de todo el mundo ha sufrido, en algún momento de su vida, violencia física y/o sexual por parte de un compañero sentimental o violencia sexual por parte de otra persona distinta a su compañero sentimental. Muchos estudios nacionales dan cifras incluso más altas. Los datos son suficientemente contundentes para declarar que la violencia de género es un problema político, social, económico y de salud pública.
Habitualmente, quienes asesinan en gesto de violencia de género, tienen antecedentes de maltratos hacia mujeres. En los casos que mencioné antes, todos los homicidas tenían en su haber ese historial, incluido el padre del menor de Villa Clara. El asesinato es, la mayoría de las veces, el último eslabón de una larga cadena de abusos y violencias a la víctima y/o a otras mujeres.
Organismos internacionales y voces feministas han abogado por nombrar como feminicidio a aquellos crímenes que se perpetran contra una mujer como resultado de violencia de género. Es un tipo de crimen específico y sus razones son estructurales: los feminicidios son posibles porque en la médula de nuestras sociedades está incrustada la tolerancia, y a veces el autorizo, para vulnerar –hasta la muerte pero también mucho antes– a las mujeres.
Quienes demandan la necesidad de hablar de feminicidios, lo hacen para dejar en claro que las razones no son individuales y que los hechos no pueden explicarse como “crímenes pasionales”. Las razones de los feminicidios hay que buscarlas en la estructura de poder social y en las relaciones de violencia hacia mujeres, niñas, personas trans o sexualmente diversas. Los feminicidios, y todas las violencias de género, son un asunto público, político, que requiere la atención estatal y de colectivos y organizaciones sociales.
Desde 2005, cada vez más países han empezado a reconocer los feminicidios como un crimen particular y más grave. La comunidad internacional lo reconoció en 2013, en la sesión de la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer de Naciones Unidas.
En Cuba
Desde que en 1990 la Federación de Mujeres Cubanas creó la primera Casa de la Mujer y la Familia, la violencia hacia las mujeres ha empezado a tratarse como un asunto público. Al inicio, se consideraba solo la violencia doméstica. Luego, distintas organizaciones han abordado el tema de una forma más amplia, considerando otras expresiones, por ejemplo, violencia sexual y acoso callejero. Se habla bastante menos, hasta el momento, de violencia patrimonial, institucional o en los lugares de trabajo y estudio.
Según un estudio nacional, en Cuba el 39,6 por ciento de las mujeres encuestadas aseguró haber sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja en “algún momento de su vida”. El número podría aumentar, mucho, si se incluyera en la pregunta la violencia fuera de la pareja.
En 1999, en el marco de una reforma del Código Penal, se definió como agravante en delitos contra la vida y la integridad corporal y contra el normal desarrollo de las relaciones sexuales, la familia y la infancia, el ser cónyuge o tener determinado grado de parentesco entre la víctima y el agresor.
Sin embargo, ni ese instrumento ni el Código de Familia tipifican como delito la violencia de género en forma específica.
Según el Código Penal vigente, quien viole a una mujer podría recibir una pena mínima de cuatro años. Alguien que sin autorización previa sacrifique ganado vacuno, es posible que tenga una pena de hasta cinco años, según esa misma ley. Y quien robe con fuerza algún bien (sin que haya intimidación o violencia contra persona alguna) puede tener una pena de tres a ocho años.
La violación de una mujer, entonces, teóricamente casi podría llevar la misma pena que robar un televisor o matar una res sin autorización.
En el futuro cercano, ambos instrumentos jurídicos deberían cambiar radicalmente respecto al tema de marras, para adecuarse al nuevo texto constitucional. El artículo 43 de la novísima Carta Magna, establece que el Estado protegerá a las mujeres contra la violencia de género. Muchas personas requerimos que, cuanto antes, ese precepto se verifique en ley. Cuba necesita, ya, una ley contra la violencia de género.
Sobre el punto, la precariedad de los datos públicos es extrema. Sabemos que en 1998 se denunciaron 963 violaciones, 5791 casos de lesiones a mujeres, 577 injurias lascivas y 22 abusos sexuales. Pero eso fue hace más de veinte años. Desconocemos qué habrá pasado en el 2018 y necesitamos saberlo; no para fundar terror, estimular amarillismo mediático o re-victimizar a las personas. Necesitamos saberlo para impulsar, demandar, tejer, estrategias colectivas más efectivas. Las que hay, podemos decirlo en alta voz, no son suficientes.
Los instrumentos legales cubanos tampoco reconocen los feminicidios como un crimen específico. Sin embargo, los casos mencionados antes, y probablemente también el de Leydi Laura García Lugo, lo son. Mientras no se reconozca que existen feminicidios y que hay violencia estructural contra las mujeres, poco se podrá avanzar en identificar las causas específicas, desactivarlas y sensibilizar socialmente con el tema.
La sociedad cubana necesita saber y comprender que no son casos aislados y que el problema no fue que Leydi Laura estuviera sola, que Leydi Maura estuviera en una carretera, que dos de las mujeres de Cárdenas fueran lesbianas, o que la hija de Delia hubiese dejado a su novio (que fue quien la asesinó).
La razón última de sus muertes no es la “pasión” o la “inconciencia” de los asesinos, aunque el dolor de las familias y la indignación de un pueblo necesiten corporeizarse en un sujeto específico sobre el cual, sin duda, debe caer el peso de una ley justa.
Es imprescindible que la sociedad y la ley cubanas llamen a esos feminicidios por su nombre, y sepan que ellos no son independientes de las desigualdades de género que existen en el país aunque tengamos paridad en el parlamento; de la impunidad del acoso callejero; del sexismo incrustado en nuestros consumos culturales y nuestros medios de comunicación; de insuficiente educación sexual con perspectiva de género ni de la ausencia de debate sobre todas las caras de la violencia de género, que son muchas y están invisibilizadas.
La sociedad cubana puede y debe debatir sobre una la ley contra la violencia de género, sobre la necesidad de protocolos en las escuelas, universidades y centros de trabajo, sobre la importancia de incluir estos temas en los currículos escolares, sobre la relevancia de crear veedurías sociales que acompañen las políticas públicas, sobre la urgencia de expandir la formación en temas de género a operadores del derecho, funcionarios, dirigentes y directivos, policías y la sociedad completa, y sobre procedimientos firmes de protección a las víctimas (que impidan, por ejemplo, que el padre del niño de Villa Clara pudiera llevárselo de la escuela después de ser un agresor reconocido).
No es posible ignorar lo anterior si quiere hacerse algo al respecto. La ignorancia es desconocimiento. Pero ignorar algo a sabiendas, o por desidia, es ser cómplice. No es matar, pero es dejar morir, que es otra forma de matar.
Este texto fue publicado en OnCuba en la columna Sin Filtro: https://oncubanews.com/cuba/matar-y-dejar-morir/