Una mujer fue penetrada vaginal, anal y oralmente –a veces de forma sucesiva y a veces simultánea–, sin consentimiento, por cinco hombres durante las fiestas de San Fermín en la España de 2016. Los hechos transcurrieron en poco menos de dieciocho minutos y un fragmento de ellos fue grabado en video por ellos. Eyaculó uno tras otro, y salieron luego del local. Así dijeron. Así fue.
Los miembros de La Manada –nombre que sus integrantes dieron al grupo– habían intercambiado audios de WhatsApp. En ellos se advierte el interés anticipado por concretar un acto sexual de esa naturaleza.
Al término, quitaron el celular a la mujer de 18 años. La intención no era de robo, como quedó claro en el juicio. Al dejarla sin celular, coartaban sus posibilidades inmediatas de reacción y búsqueda de auxilio. Así ella tendría más tiempo para engendrar la culpa que usualmente corroe a las víctimas de agresiones sexuales al convertirlas en principales responsables. La defensa de los acusados la examinó de ese modo innumerables veces durante el proceso legal.
El pasado 26 de abril de 2018, después de uno de los juicios más mediáticos que se recuerden en el Estado Español, conocimos la sentencia. Nueve años de cárcel para cada integrante de La Manada. No hubo violación, fue abuso sexual; dictaminó el jurado en mayoría.
De acuerdo con el Código Penal español, sería violación si se hubiese ejercido fuerza física o intimidación. Para abuso sexual, la pena máxima normada es diez años de privación de libertad. Para violación, podrían ser más de veinte.
El mismo tribunal que juzgó a La Manada, impuso una pena de cinco años y medio a Virgilio (nombre falso), quien violó a Gregoria, de 16 años. La penetró vaginalmente sin consentimiento y, después, la obligó a realizar una felación. Virgilio no estuvo mucho tiempo en la cárcel. Su pena se sustituyó por la expulsión del territorio español durante diez años, siendo él extranjero.
El mismo día que se hizo pública la sentencia a La Manada, le fue notificado a Alejandra, de 26 años, que al agresor que la violó –también en 2016– se le imputó una sentencia firme de siete años de prisión. Fue probado el delito de violación, pero la pena estuvo cerca del mínimo. El oficial que entrevistó a Alejandra al día siguiente de los hechos, le preguntó cómo iba vestida. Alejandra confrontó con la culpa. ¿La habrían violado porque vestía corto? ¿O porque no había cerrado rápido la puerta de su edificio cuando entraba, dando tiempo a que su violador se escurriera por la hendija?
El caso de La Manada ha generado comunicaciones públicas de las fuerzas políticas españolas. El PP, el PSOE y Podemos se han pronunciado –en diferente sentido– sobre la legitimidad de la sentencia. El aparato judicial también ha hecho declaraciones. Algunos han calificado de excesivala reacción popular frente al veredicto. Otros, han reconocido su legitimidad.
En días pasados, tres juezas publicaron una carta abierta a la víctima con sus análisis sobre los contenidos de la sentencia. Allí defienden que el fallo fue tan legal como misógino. Hubo apego a la norma, pero la norma reproduce el sexismo. Necesita una puesta al día. “Creemos que la pena debió ser mayor porque debió calificarse y castigarse como violación”. Dijeron las magistradas.
El caso ha escalado al plano internacional. En días pasados el Parlamento Europeo debatió “la aplicación por parte de España de los estándares internacionales sobre violencia sexual a raíz de la sentencia de La Manada”.
Las fuerzas sociales españolas se han activado a propósito del proceso de La Manada. Varios días después continúan protestas y pronunciamientos. “No fue abuso, fue violación”, reza una de las frases más recurrentes en las manifestaciones, en los medios de comunicación y en las redes sociales. Con ella se llama la atención sobre la inminencia de revisar el Código Penal español con una perspectiva de género para identificar sus contenidos y brechas sexistas.
Analistas feministas defienden la pertinencia de que, para tipificar delitos de agresiones sexuales, la norma enfatice en la cuestión del consentimiento, y no en el uso de la fuerza o la intimidación explícita. Frente a una acusación de agresión sexual, la pregunta fundamental sería si hubo o no consentimiento, y no la forma de la presión ejercida (superioridad numérica, como en el caso de La Manada; uso de la fuerza física; limitación de la fuerza o la conciencia, o cualquier otra forma de presión).
El proceso seguido a La Manada es un mirador para observar otra arista del mismo problema: los filtros patriarcales, ya no de la norma, sino de su interpretación y aplicación. La defensa de los acusados intentó argumentar la inocencia de los entonces presuntos violadores a través del comportamiento de la víctima. Para hacerlo, arguyeron que ella había seguido su “vida normal”, y de ello dedujeron que no hubo huella traumática del hecho. Ergo, hubo consentimiento. Se alegó, también, que durante la violación su comportamiento fue pasivo y no ofreció resistencia explícita. La veracidad de la acusación recae entonces no en lo que los acusados hicieron, sino en cómo la víctima se comportó. Se termina juzgándola a ella.
El resultado es claro. Al evaluar las agresiones sexuales, la presunción de inocencia de los acusados trasmuta en presunción de culpabilidad de la víctima. En el mejor de los casos, se busca en su comportamiento algún indicio que funcione como atenuante. Si no se resistió activamente, no hubo violación. Importa poco que profesionales con experticia demuestren que las reacciones a situaciones límites, y especialmente a agresiones sexuales, son diversas y nada dicen sobre la intensidad del hecho ni sobre el consentimiento. Si no hay uso explícito de la fuerza o intimidación, no hay violación. Así concluye, hasta el momento, el caso de La Manada.
Para responder a la sentencia, también se ha activado la etiqueta #Cuéntalo, que algunos ya parangonan con el #MeToo estadounidense.
Bajo el amparo de #Cuéntalo, mujeres están narrando sus experiencias de agresiones sexuales. El objetivo es recuperar el relato de los abusos y violaciones; clamar justicia. #Cuéntalo ya involucra incontables voces, incluida la Concejal de Igualdad y Políticas Inclusivas de Valencia, Isabel Lozano, quien contó su experiencia de abuso sexual a sus 10 años. Los testimonios intentan visibilizar el secreto a voces de la violencia sexual hacia las mujeres, y están produciendo muy interesantes análisis sobre las relaciones de género, el poder, la sexualidad y el deseo.
#Cuéntalo contribuye a colocar en el espacio público la prevalencia de las violaciones hacia las mujeres en todo el mundo. Las cifras acreditan el empeño.
Según datos de la Organización Panamericana de la Salud y Organización Mundial de la Salud, el 29,8 por ciento de las mujeres ha sido víctima de violencia física y / o sexual ejercida por parte de su pareja y el 10,7 por ciento ha sufrido violencia sexual por alguien fuera de la pareja. La víctima de La Manada, Alejandra y Gregoria son –somos– muchas. También las cubanas.
Resultados parciales disponibles de una encuesta nacional realizada por el Insituto de Estudios de la Mujer, arrojan que en Cuba el 26,7 por ciento de las mujeres que tienen actualmente o tuvieron pareja, vivieron alguna manifestación de violencia en los doce meses previos al momento de la entrevista. El 39,6 por ciento aseguró haber sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja en “algún momento de su vida”. Como vemos, los datos no son muy diferentes a los de las cifras globales.
Hay más evidencias. El libro Sobrevivientes, publicado por SEMLAC y el CENESEX, recoge testimonios de mujeres cubanas que narran historias en esa estela de las violencias. La madre de Rosmery y Keylap cuenta que fue abusada sexualmente a los 16 años a manos de un familiar cercano. La mujer de “La infancia rota”, violada sexualmente por su padre durante varios años. La dirigente del sector de las ciencias en un municipio del oriente del país, fue violada y contagiada de una Infección de Transmisión Sexual. Una experiencia similar la tuvo la mujer que vive en Chaparra, las Tunas; ella fue violada por su marido estando inconsciente, después de un intento de suicidio. Él la violó antes de pedir asistencia médica. Hay más.
El artículo 298.1 del Código Penal cubano no reconoce el delito de abuso sexual, y sí regula los casos de violación. Allí se consigna que
“Se sanciona con privación de libertad de cuatro a diez años al que tenga acceso carnal con una mujer, sea por vía normal o contra natura, siempre que en el hecho concurra alguna de las circunstancias siguientes:
a) usar el culpable de fuerza o intimidación suficiente para conseguir su propósito;
b) hallarse la víctima en estado de enajenación mental o de trastorno mental transitorio, o privada de razón o de sentido por cualquier causa, o incapacitada para resistir, o carente de la facultad de comprender el alcance de su acción o de dirigir su conducta”.
Si filtramos el Código Penal cubano a través de lo sucedido con La Manada y la norma jurídica española, es claro que nuestra regulación también necesita una actualización. A ello se suma que aún no contamos con una ley específica contra la violencia de género, ni son tipificados los feminicidios como forma específica dentro de la regulación legal. Revisar nuestra norma en claves similares a los que sugieren los debates sobre La Manada sería coherente, también, con las adhesiones del gobierno cubano a los tratados internacionales contra todas las formas de violencia hacia las mujeres y las niñas.
El reclamo global es examinar el orden de poder y los órdenes de la justicia, observar sus contenidos machistas y asegurar que la ley, su implementación y su interpretación, sean legítimas. Legalidad y legitimidad siguen siendo un par difícil de conciliar. Pero no tendría que existir modo de eludir el intento constante. Algunas continuamos defendiendo, tercamente, que ese es un empeño central de la democracia.
Este texto fue publicado en OnCuba en la columna Sin Filtro: https://oncubanews.com/opinion/columnas/sin-filtro/manada-de-injusticia/