¿Eres libre? La pregunta puede detenerle el paso a cualquiera, así vaya con prisa. Después del alto, algunos despacharán la cuestión con rapidez. La libertad es algo subjetivo. Dirán. Depende… todo depende.
Otros responderán desde su edad, su clase social, su grupo racial; o bien desde la sociedad nacional, la familia, el trabajo, la pareja, la sociedad global… Como ciudadano cubano soy libre, o no; como mujer soy libre, o no…
Si queremos tocar la llaga, habrá que tener en cuenta que la cuestión de qué es la libertad precede a la posibilidad de evaluarla para nuestra propia vida y la de los otros.
Una forma usual de definir la libertad es esta: soy libre si otros no pueden interferir en mi vida. Si instituciones, grupos, el Estado, personas… pueden interferir de forma significativa en mi vida, en mis decisiones, en mis deseos, entonces no soy libre. Quien salde el asunto de ese modo, puede estar en desacuerdo con lo que sigue.
Defenderé un argumento diferente, de larga tradición: ser libre es no depender de otros para vivir.
No es libre el trabajador que, por miedo al despido, no puede intervenir en las condiciones de su trabajo; cuando el jefe / patrón lo estime, podría quedar desempleado, sin derecho a reclamo, sin indemnización, sin nada. No es libre quien, para reproducir materialmente su vida, depende de regulaciones arbitrarias o coyunturales del Estado o del mercado, que pueden desposeer sin más explicación, sin control público, sin resistencia social.
No es libre la mujer que, por no “trabajar en la calle”, depende del marido para vivir cada día. No importa que su compañero sea un “buen marido”, y que ella confíe en que él custodia los intereses de la familia. No importa que el “buen marido” le entregue su salario íntegro, porque ella lo administra como nadie. No importa que ella crea que por llevar-tan-bien-la-casa, tiene poder para negociar y decidir. No importa que, en efecto, él no intervenga en lo que ella compre o no compre, cambie o no cambie en su mundo privado.
El que provee, podría dejar de hacerlo cuando lo considerase. Lo que define a Martha –digamos que ese es su nombre– como una persona no libre, es que depende de su marido para reproducir materialmente su vida. Si la unión se disuelve, es probable que quede con nada para ella, y –en Cuba– con una pensión de 100 pesos para cada hijo de los dos que parió.
Tampoco es libre la que, sin saberlo, es víctima de lo que los doctos llaman violencia patrimonial. Esto es, la violación de los derechos de propiedad: la que es presionada a vender sus bienes; la que, siendo propietaria o teniendo derecho sobre alguna propiedad, resulta desposeída por la acción inconsulta del marido, el hijo o hija, u otra persona.
Mirada desde las mujeres, no es siempre clara la relación entre libertad y propiedad. El ideal de amor romántico donde toda reflexión sobre lo “material” es inapropiada, la necesaria “administración centralizada” de recursos escasos, la idea –equivocada– de que el bienestar de la familia es igual al bienestar de cada uno de sus miembros, son argumentos que obscurecen la importancia de la autonomía material.
Sin embargo, la mayor vulnerabilidad de las mujeres –expresada, por ejemplo, en nuestra sobrerrepresentación en las franjas de pobreza– tiene que ver con la desposesión. Esa desposesión, por lo dicho, define dependencias, ausencia de libertad.
Lo anterior no es novedad: está comprobado que la dependencia económica de la mujer es una de las bases más importantes de la opresión de género. Por el contrario, la autonomía material de las mujeres se relaciona con su bienestar, con su poder de negociación dentro y fuera del hogar, y con su posibilidad de construir y negociar poder en la sociedad. Tener recursos propios para reproducir la existencia –para no pedir permiso a otros para vivir– incide en la seguridad jurídica de las mujeres, en su posibilidad de transformar sus bienes en activos para producir y generar ingresos, y en su posibilidad para participar en el mercado.
El desconocimiento también coarta los derechos de propiedad de las mujeres y, por tanto, las condiciones de su libertad. Algunas piensan que, al casarse, los bienes que tenían pasan a la familia. Por tanto, no los reclaman en caso de separación o divorcio. Algunas de las que no tienen trabajo asalariado, consideran que su trabajo no es productivo y que, por ello, los activos del hogar solo pertenecen a sus esposos; creen que si la unión se disuelve no tienen derecho a reclamo o tienen solo el derecho que les otorga ser madres. Otras tienen dificultades para acceder a la justicia por falta de recursos sociales o materiales que sesgan –también en Cuba– este tipo de empeños.
El asunto ha tenido tratamiento internacional. Desde la Convención sobre la Eliminación de todas Formas de Discriminación contra la Mujer, ratificado como tratado internacional en 1981, se reconoció que para poner fin a esta discriminación se requiere reforzar sus derechos de propiedad y fortalecer su derecho a poseer, heredar y administrar propiedades a nombre propio.
En 1995 la Plataforma de Acción de la Conferencia de Beijing volvió sobre el asunto. Entre las recomendaciones específicas del Task Force de Naciones Unidas sobre la número Tres de las Metas de Desarrollo del Milenio, se encuentra una específicamente referida a los derechos de propiedad de las mujeres. Allí se señala la necesidad de recoger información sistemática sobre la distribución por sexo de la tenencia de bienes y sobre las diferentes formas de propiedad.
En Cuba no sabemos cómo se distribuyen los activos en el hogar atendiendo al sexo. No hay datos públicos desagregados por sexo sobre quiénes detentan la propiedad de las viviendas, sobre cómo se distribuyen los activos financieros (cuentas de ahorro), ni tenemos información específica sobre el aporte de las mujeres, por ejemplo, en los espacios rurales (ámbito que absorbe cerca del 20 por ciento del empleo total del país). Sin embargo, hay algunos indicios.
En el sector privado de la economía cubana –hoy el más dinámico– solo el 32 por ciento son mujeres. Una parte considerable de ellas, además, son trabajadoras contratadas –cuentapropistas que trabajan para “cuenta ajena”. Para emprender un negocio, se necesita de un capital que, al parecer, las mujeres manejamos menos. Si lo anterior demuestra alguna tesis, es esta: el mercado no es neutral al género. Parece que las mujeres somos menos independientes que los hombres para “emprender” negocios, como propietarias, en la Cuba actual.
Los análisis sobre propiedad y género han demostrado que, para acumular activos, la mayoría de las personas dependen de sus salarios o ingresos y de lo que puedan ahorrar a partir de ellos. El análisis cubano despierta una alerta al respecto: la población femenina económicamente activa es solo la mitad de las mujeres en edad laboral.
¿Qué quiere decir eso? En primera instancia, que casi la mitad de las mujeres en edad laboral no tienen un empleo formal y no están buscando empleo. Es probable que al menos una parte importante de ellas sean cuidadoras de niños, ancianos, o personas con necesidades especiales en el hogar, amas de casa, trabajadoras domésticas no remuneradas. No reciben ingresos estables. Son dependientes de otros. ¿Son libres?
Sabemos aún más. En los espacios rurales, menos mujeres que hombres acceden al trabajo remunerado en la agricultura. Menos mujeres que hombres tienen control de tierras, tecnologías e insumos en la práctica productiva. Menos mujeres que hombres ocupan espacios de poder. ¿Son libres?
Sabemos, también, que las normas cubanas aseguran igualdad para ambos cónyuges en situaciones de separación. Sin embargo, la práctica concreta de justicia genera desigualdades a desfavor de las mujeres en relación a asuntos patrimoniales, sobre todo, si no son madres. La fórmula para los procesos de Liquidación de Comunidad Matrimonial de Bienes promulga la división de estos a partes iguales, pero su aplicación concreta puede condicionar fallos injustos agravados por las dificultades en la aplicación de las sentencias.
En un escenario de cambios tan fundamentales como el que acontece en Cuba, incrementar el poder de negociación de la mujer dentro y fuera de sus casas, y pensar en las condiciones de posibilidad de su independencia material, no se puede dejar para luego.
Si aumenta la desigualdad, aumentará más para nosotras. Si aumenta la pobreza, seremos las más empobrecidas. Si el mercado es cada vez más central, tendremos más posibilidades de permanecer en los márgenes de este. Con todo, la promesa hecha por el actual presidente cubano de que en este camino “nadie quedará desamparado”, es más difícil de cumplir para las mujeres. Expandir las condiciones de nuestra libertad también lo es.
Este texto fue publicado en OnCuba en la columna Sin Filtro: https://oncubanews.com/opinion/columnas/sin-filtro/eres-libre/