Noviembre ha sido un mes clave para la política cubana. En más de un sentido, inaudito. Una ojeada rápida a la prensa sobre el país verifica la existencia de conflictos de alta intensidad, agravados.
Ya hay cronologías sistemáticas del eje que comenzó con la detención el 9 de noviembre en La Habana de un ciudadano cubano, Denis Solís, rapero y activista opositor al gobierno; su enjuiciamiento y condena por el delito de desacato; la acción colectiva pacífica de un grupo de personas articuladas en torno al Movimiento San Isidro (MSI) y luego su acuartelamiento y declaración de huelgas de hambre y/o sed en protesta a lo que denuncian como un juicio injusto y hostigamiento de actores gubernamentales; la amplia cobertura mediática de la prensa independiente de distinto signo político, de la prensa internacional y, luego, la de la prensa oficial; los pronunciamientos de Mike Pompeo, secretario de Estado de los EEUU y del Parlamento Europeo; Luis Almagro desde la OEA y del embajador de Estados Unidos en La Habana a favor los huelguistas; la publicidad oficial de un fragmento de interrogatorio a Solís para mostrar vínculos entre él y personas con historial de terrorismo radicadas en Estados Unidos (hasta el momento Solís no ha sido acusado por ello); el desalojo de quienes estaban en la sede del MSI con el argumento de la violación de protocolos sanitarios establecidos para la COVID-19; los pronunciamientos públicos de parte de la ciudadanía pidiendo diálogo y salvar las vidas, y apoyando la garantía de juicio transparente para Solís, y mucho más… hasta hoy.
Uno de los últimos hechos fue el plantón y vigilia del 27 de noviembre (27-N) de centenares de personas, en lo fundamental artistas e intelectuales, exigiendo diálogo político con autoridades del Ministerio de Cultura (MINCULT) para asegurar un juicio justo a Solís, garantías y derechos para el MSI, y otro pliego de demandas conectadas pero no exclusivas de lo que había sucedido días antes.
Hubo presión ciudadana. El primer paso del diálogo se produjo. El proceso sigue y trae novedades continuamente. A medida que transcurren las horas y suceden las cosas, se van procesando en el acto. No hay certeza alguna del camino por venir. Al día de hoy, cada paso es cuestionado. Las respuestas contingentes a la marea de preguntas van definiendo el curso. Entre las interrogantes más audibles de las últimas horas han estado ¿es el diálogo un camino político en esta circunstancia? ¿dialogar para qué, entre quiénes, sobre qué?
¿Dialogar para qué?
El diálogo propuesto, exigido e iniciado entre personas provenientes del campo cultural cubano y las instituciones estatales del mismo, cuenta con detracciones, apoyos, optimismos y escepticismos.
La noche siguiente al plantón, el 28 de noviembre, la televisión estatal dedicó un espacio a los sucesos donde, en línea gruesa, se afirmó la narrativa del mercenarismo para explicar lo sucedido en San Isidro. Lo ocurrido en el MINCULT recibió notablemente menos atención. En el segmento dedicado a ello, se invitó solo a una de las partes: el viceministro del MINCULT. No hubo participación de quienes estaban del otro lado de la mesa de diálogo que, al día siguiente, organizaron su propia conferencia de prensa y denunciaron allá el temprano incumplimiento de lo acordado. Frente a eso han aumentado, con base razonada, las detracciones y los escepticismos respecto al diálogo. Un resultado posible es una huelga de silencio, la castración de lo iniciado el 27-N. Esa opción cuenta con al menos dos pilares.
Uno, lo que se considera una sistemática inoperancia de ese camino. Esa tesis se argumenta con contenidos diversos; desde “otros diálogos no han producido cambios” hasta “con el régimen no se dialoga”. Dos, las detracciones frente al diálogo en este momento abrevan en una lectura del campo político institucional como una sola cosa, un solo actor, un solo orden; si en menos de 24 horas se incumplieron acuerdos, nada nuevo habrá bajo el sol. Para lo segundo hay razones, la unanimidad y el verticalismo han sido tomados como valores de la política al uso. La unanimidad ha sido interesadamente confundida con el consenso y el verticalismo cristaliza una regulación bélica de lo civil. Cierto que en la guerra no es procedente la democratización de la conversación política. Cierto también que el gobierno cubano, y el pueblo, han estado sitiados por los gobiernos estadounidenses, y este no es un asunto menor, pero ni eso hace deseable o sostenible una administración bélica, por vertical, de la vida civil.
Pero ambas razones para cortar el diálogo tienen problemas.
Primero, la historia no se repite aun cuando los muros sean estructurales y los cimientos robustos. Si el diálogo emergió como opción, es porque sigue considerándose tal. Y así se ha afirmado por al menos un sector con aspiración de que este diálogo expanda sus posibilidades. La apuesta por el diálogo puede tener muchas razones distintas detrás: confianza persistente –parcial o total– en lo institucional, convicción de que no es posible democratizar la política sin tocar el Estado, temor a que sin diálogo se derive en un conflicto civil más agudo, urgencia por salvaguardar vidas, y muchas otras. El resultado es que el diálogo emergió como clamor de parte de distintos actores. Puede haber desacuerdos al respecto, pero es incuestionable su legitimidad.
Respecto al segundo argumento para romper el diálogo —el rápido incumplimiento de los acuerdos—, no podemos perder de vista que el poder institucional no es un actor único. Lo que desde la ciudadanía experimentamos como canales ágiles que replican órdenes unívocas, dictadas por las mismas voces que hablan en coro, no es cierto.
En lo institucional también hay destiempos, fracturas, tensiones, poderes dentro de poderes, poderes que impugnan otros poderes y poderes que funcionan en paralelo, a veces sin tocarse, aunque estén bajo la misma sombrilla. Los compromisos establecidos en un lado pueden no querer ser cumplidos en otros. En esas plazas donde se establecieron los compromisos hay líneas también quebradizas, texturas de lo no dicho.
Por lo mismo, el diálogo no puede ser un gesto. Es necesaria una política sistemática del diálogo. Exigir que se cumpla lo acordado, volver sobre las demandas, ganar organicidad también entre quienes demandamos. Advertir nuestras propias contradicciones y las contradicciones que instituyen a los otros actores con los que se busca dialogar.
Un derecho se vuelve reivindicación viable cuando se elaboran demandas sociales constantes, cuando se verifica la capacidad de negociar sobre los beneficios y costos, recompensas y castigos significativos, cuando se producen alianzas razonadas que aseguren las garantías para esas demandas, cuando es perdurable la existencia de los actores que reclaman. Si se fractura el diálogo, la vigilia del 27-N será un sopor y nada más, al menos en el corto plazo.
¿Dialogar entre quiénes?
Entre todas las expansiones posibles de lo sucedido en San Isidro (digo expansiones, porque no había modo de que lo ocurrido se apagara sin más) la del plantón y vigilia en el MINCULT fue la más desafiante y probablemente una muy deseable. El 27-N complejizó el escenario y, en mi lectura, eso era justamente lo que hacía falta.
Los dos actores protagonistas del conflicto agravado habían estado verificando una política polar que escalaba en intensidad con el paso de las horas. Uno de los problemas de la política polar, o escenificada como tal, es que hace parecer que las agendas de los actores en el primer plano de la disputa son las únicas que están en juego.
Quienes protagonizaron el 27-N impugnaron esa polarización sin colocarse en el centro entre los hasta entonces protagonistas. Sin pensarse como centro. Sin serlo. Sin estructurarse como tal. En su diversidad, defendieron contenidos específicos de la agenda de San Isidro sin necesariamente sumarse a su narrativa sobre la política y sin aspirar a administrarla ni obscurecerla. El MSI estuvo allí corporeizado en personas concretas y sigue existiendo en sí mismo. La defensa de la integridad de sus miembros en el marco de una ley justa era parte de la voz colectiva.
A la vez, los actores del 27-N demandaron otros caminos de solución, incorporaron otras preocupaciones y temas, y desplegaron repertorios de acción colectiva asombrosamente ágiles. Produjeron ensamblajes entre la contingencia y la historia, su propia historia. Exigieron diálogo y lo produjeron.
Pero no se trata de un diálogo dócil, insulso, pasivo. El diálogo es puja, transparenta la desigualdad de poderes, busca transformar la gramática de la política. Eventualmente puede hacerlo.
¿Dialogar sobre qué?
Que hayan sido personas del campo de la Cultura quienes agenciaron el 27-N y estén en este camino no quiere decir que los problemas del país empiecen o terminen allí. Tampoco que los problemas que afrontamos, y a los que podemos contribuir, sean solo aquellos relacionados con las libertades civiles. Pensar solo en ellas es peligroso porque despacha problemas de redistribución y de reconocimiento que no se consideran habitualmente dentro de una agenda estrictamente política ni cultural, aunque lo sean.
Si tomamos el dato oficial como guía, entre hoy y el 31 de diciembre unas cinco mujeres serán asesinadas por sus parejas o exparejas en Cuba. Al menos una de ellas habrá hecho denuncias formales y habrá tropezado con barreras en las instituciones policiales y el sistema de justicia que se denunciaron también en el MINCULT por otra vía. Otras, no habrán buscado ayuda porque no creen en nada. Esas cinco vidas que van a perderse también importan. Sobre ellas también hace falta diálogo y acción a muchas manos.
Una preocupación similar podríamos tener por las y los migrantes internos irregularizados. Por mejorar la situación de nuestros hospitales, frente al desabastecimiento brutal de medicamentos que hay en el país. Por contribuir a que con la administración de Biden reinicie el proceso de normalización entre los gobiernos de las dos orillas. Por denunciar el bloqueo al tiempo que pujar porque las pequeñas y medianas empresas privadas nacionales pueda existir y porque quienes trabajan ahí de forma asalariada tengan garantías para sus derechos laborales. Por democratizar la empresa estatal. Por mirar a nuestros campos y a quienes trabajan allí.
No es que los gremios de artistas e intelectuales tengan que ser voz ni representación del pueblo entero y todos sus sectores. Pero tampoco somos una corporación. El campo cultural ha abierto un camino para pensar colectivamente un país mejor y exigir más participación en él. La agenda de los derechos civiles es parte de ello, solo parte. Quizás sea posible redoblar la apuesta y preguntarnos cómo contribuir a un programa integral de justicia social dentro del campo cultural y, también, en sus ensamblajes con la sociedad que tenemos.
Las dos cosas a la vez. Ni más ni menos. No mirar hacia un solo punto ni hacia un solo lado. Estar frente al mismo muro y el mismo mar, a veces no es suficiente.
Diálogo puede ser una palabra grande, un dispositivo potente, un programa justo para todas las personas.
Este texto fue publicado en OnCuba en la columna Sin Filtro: https://oncubanews.com/opinion/columnas/sin-filtro/dialogar-en-esta-cuba/
Créditos de la imagen:
• Foto del autor Julio César Guanche
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